No era tarde aún. Bea volvía a su casa. La tormenta estaba cada vez más fuerte y su rostro estaba empapado de lluvia... y lágrimas.
Nunca podría olvidar lo que había visto aquella noche. Ni perdonarlo.
Llegó, abrió la puerta, fue a la cocina y eligió un puñado de pastillas del placard, que tomó casi sin agua.
Se dió una ducha caliente y así como estaba, se acurrucó en la tibieza de su cama y cayó en un profundo sueño.
La ventana se abrió de golpe con el viento y Bea se vió volando a través de la ventana. Tal vez por el calor de las mantas, o por esa extraña sensación de felicidad que sentía, no tenía frío, a pesar de que el viento era muy fuerte.
Debajo de ella veía las luces de la ciudad, y más adelante el amplio espacio oscuro del Río de la Plata. Cuando llegó a estar sobre él, las nubes comenzaron a despejarse y la luna, con su cara siempre triste, asomó tímidamente.
El viento cesó de golpe. Y Bea, cayó, cayó, cayó...
(Inspirado en un tweet de @Bea_Shrink)